jueves, 3 de abril de 2014

Yo soy Sara y tú, ¿cómo te llamas?

Vamos a hablar de la palabra, de su poder y de su gran capacidad para influir en las personas.

Si pensamos en su contenido, básicamente, una palabra es un conjunto de letras, al que le hemos dado un sentido.

Las palabras pueden dividirse según criterios morfosintácticos (categoría sintáctica y tipo de flexión), fonológicos (acentuación y número de sílabas) o funcionales.

Pero no vamos a hablar de esto…vamos a hablar de la palabra que te representa, que puede cambiar tu emoción según quien la cite, que a veces nos hace protagonistas, o que nos desmerece; nuestro nombre.

Los profesionales de la comunicación y el marketing conocemos desde una edad muy temprana, formativamente hablando, su poder, y no hay sesión, en temas relacionados con áreas de comunicación (en sus más variadas vertientes), en la que no recordemos, el efecto y valor, que tiene su uso.

Incluso las grandes marcas y las diferentes acciones comerciales a gran escala, han sabido “reinventar” su relevancia en campañas espectaculares (un breve recuerdo a la acción comercial de coca-cola en sus latas. Estos botes llevan impresos más de 100 nombres propios, incluidas frases y nombres genéricos, como “padre” o “la sonrisa más bonita”).
Esta nominalización en sus productos les ha hecho, en un momento de crisis, aumentar un 4% sus ventas en el mercado actual.
Otras marcas como Nutella y Renova, también utilizan esta estrategia. La primera recurre a Facebook para que solicites la etiqueta con tu nombre personalizado, y la segunda, permite personalizar un mensaje en las servilletas de papel.

Nuestro nombre, evidentemente, posee un gran valor.

Identifica a nuestra familia y nuestros orígenes, cuando nos nombran como nuestro abuelo o nuestra madre, en un sutil “juego” de perpetuar ciertos valores familiares ocultos.

Si echamos la vista al pasado, pronto aprendemos que nuestro nombre tiene un “algo especial”, en cuanto a que dependiendo de cómo se pronuncie, así adquiere una tonalidad bien diferenciada.

Así nos convertimos en diminutivos (con matiz cariñoso o despreciativo, según quién lo diga), o nombre completo, citándonos por la totalidad de nuestros-as santos-as, en momentos de severo rigor (académico o de responsabilidad máxima)…, o en objeto de risa, cuando el matiz es burlón y se hace uso de un apocope "graciosillo".

En cualquier caso, una gran cantidad de matices emotivos que surgen, nos definen y contextualizan, por el simple hecho de nombrarnos.

De hecho, si no te nombran, en determinadas circunstancias, no existes.
Te conviertes en el-la innombrable (pasas de ser alguien, a ser la/el “ex” de tal persona), o sencillamente no existes (“la madre de”).

Parece evidente que nuestro nombre tiene poder.

Tiene un poder significante en sí mismo.

A través del nombre adquirimos matices y versiones como personas, aparecemos o desaparecemos, somos (en cuanto a cualidades) o no somos, e inclusive, transmitimos idearios, arraigos, cualidades, etc.

Nuestro nombre nos “cualifica y nos califica”

Nos hace sentirnos orgullosos o nos escondemos detrás de un “seudónimo”.

Nos crea un espacio en este mundo, inclusive antes de nacer.

Nuestros orgullosos padres, ya desde una simbología bien anclada, seleccionan de una larga lista, aquellas cualidades o entramados que inconscientemente le conceden a un “nombre” propio, tras tener su propia experiencia con alguno o por la proyección de deseos inconscientes en cuanto a habilidades y cualidades para sus hijos.
Ya se nos da, desde nuestro nombramiento, una donación de una historia imaginaria. Ya nacemos con una historia, quizás marcada por esa expectativa parental.
En nuestro nombre de pila, se condensan y entrecruzan las cadenas asociativas de los sueños de los padres, respecto al niño o niña, que quieren tener.

Digamos también, que en esto, la moda también hace su “agosto”, sacando a la luz, clones de personas, en cuanto a nombres, por no hablar , que no es el caso, de los poderes fácticos de la historia, las leyendas, la literatura, el cine o la religión, al seleccionar el nombre de nuestros hijos, en nuestra cultura.

Sin embargo y sea por la razón que sea, esta palabra nos acompaña durante toda nuestra vida.
Nos marca e identifica.
Revela “valor”


Yo soy de las que piensa que nombrarnos con orgullo, sea la elección de palabra que sea, nos distingue, nos dignifica, a nosotros mismos y a los demás.

Suelo afirmar (quizás muy categóricamente) que es” la palabra mejor sonante a nuestros oídos” y por mi misma he podido experimentar su efecto. El contexto evidentemente, está implícito en esta afirmación.

Recordemos como resuena en nuestros oídos cuando una persona, para nosotros relevante en nuestro pasado, recuerda y cita, trayendo a presente, nuestro nombre, mas si es para vanagloriar alguna de nuestras hazañas o rememorar viejos y tiernos recuerdos.

Nuestro nombre nos identifica, nos saca de la “alienación”, nos hace seres únicos e individuales, nos hace relevantes, nos devuelve nuestra esencia, nos hace visibles, nos saca del anonimato, nos singulariza.

Nombrar para los antiguos habitantes de la Mesopotamia, era llamar a la vida; un ser como tal o existía si antes no hubiera recibido un nombre (André Leickman, 1983). Nadie podía llevar un nombre si no había sido nombrado por otro. Tener, poseer y llevar un nombre, significaba adquirir un lugar en el sistema simbólico.

Nadie escapa a la asignación de un nombre propio.

Nadie escapa al valor de su nombre.

Nuestro nombre nunca nos es indiferente.

Utilizar el nombre de las otras personas, llamarles como les gusta que les llamemos, citarles “su palabra”, es reconocerles, es concederles valor a “presencia” en el ahora, es sacarles de la alienación.

Llama,… llama mucho por el nombre propio, a los que te rodean.
Llámales como les gusta que les llamen.

Nombrarles, llamarles, les hace visibles a tus ojos.

Les reconforta.
Te convierte en valioso para ellos, porque solo tú, les haces sentir especiales.

Por cierto yo soy Sara y tú ¿Cómo te llamas?
Me encantará que me nombres.

¿Qué tal? ¿Bien o mejor?

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